"Hace tiempo que te debo una comida de coño”, y me lo dijo así, de sopetón, tomándome por la cintura mientras yo, como niña con zapatos nuevos, me servía del barril un par de dedos de espumosa cerveza. Me gusta así: un dedito de cerveza y dos de espuma (ya sé, ya sé que no es nada ortodoxo). No le di más importancia, mi buen amigo X, haciéndome reír de nuevo con esas bromas tan salvajes y tan típicamente suyas, pero sí le di un azote en el trasero, que sobre su bañador mojado sonó medio raro y por lo que fui detrás de él por todo el jardín para buscar la sonoridad adecuada. Por el camino aparecieron otros amigos, hablamos de otras cosas, y yo, inconstante, me olvidé del azote. De vuelta junto al barril, ¡Ay el barril de cerveza!, me encontré con los hijos de unos amigos, y me puse a jugar con ellos al pilla-pilla. Me ganaron, claro, y además me hicieron recordar de nuevo los dos deditos de espuma. A esas alturas de la tarde, casi anochecido, tanta espuma había hecho mella en mi equilibrio, y un cierto nivel de tontería laxa, se había instalado en mi cuerpo. Me senté en el porche a descansar un rato, y me enfrasqué en una interesante conversación sobre la conexión entre el calor y la pintura impresionista; los efectos del calor sobre los maquillajes no merecen gastar saliva.
Y la tarde siguió su curso en medio del calor, un calor infernal. Corrieron mojitos y baños de agua, risas, abrazos y más cerveza… Si algo he aprendido del alcohol, es que no le gustan las mezclas. Para eso sí soy fiel.
Volví, de nuevo, a escuchar la misma frase desde atrás, susurrada contra mi oreja. Había en su voz un no sé qué, que me hizo girarme y enfrentar sus ojos. Quizá tuviese razón. Buscamos un lugar apartado y discreto, por lo de tanto niño suelto. Yo me iba partiendo de la risa, por lo gracioso de la situación, y por las cervezas, a qué negarlo. Después de tantos años de conocernos, de bromear sobre el tema, no habíamos llegado más allá de algún mordisco, un azote o un lametón en el cuello.
Supongo que la deuda contraída tanto tiempo atrás, estimuló algún resorte entre mi coño y su boca. Me bajó el biquini hasta los pies, y allí, en el baño familiar de nuestro anfitrión, me perpetró la comida de coño más alucinante que recuerdo. Y tengo buena memoria. Salvaje y tierno, tomándose su tiempo. Entre risas incontenibles, me llevó a un orgasmo lento, desbordante y pleno.
Luego, sentados en la biblioteca, con una sonrisa beatífica pintada en esos mismos labios que acababan de derretirme, me confesó su secreto: se había enamorado de una chica que vive en el sur. Inconcebible para él, emocionante y esperanzador. Hablamos durante mucho rato, compartimos sentimientos, esperanzas, sensaciones, y anhelos.
De aquel modo tan extraño, tan poco habitual, sellamos una amistad inquebrantable.