jueves, septiembre 15, 2011

UNA PAJA SIAMESA


Ni en sus mejores sueños lo hubiese imaginado. Las dos tías más macizas del mundo mundial le estaban haciendo una paja, una de esas increíbles, inverosímiles, pasmosas e inauditas pajas que deberían figurar en el Guinnes ese.

Umberto se había ido dejando caer sobre la alfombra, a lo tonto, mientras fumaba un cigarrillo y apuraba su botella de cerveza. Se había ido escurriendo hasta acabar aterrizando entre las trenzas siamesas, silencioso, sin pedir permiso. A ellas les gustaba trenzar su pelo, mezclado uno y el otro, dos mechones de una y un único mechón de la otra. Vane tan rubia, Vero ligeramente pelirroja. O al revés. Vane y Vero, Vero y Vane tanto monta. Les gustaba esa sensación de las cabezas unidas, su pelo, gemelo, siamés, confundido, les producía una sensación tan placentera que pasaban horas así, una pegada a la otra. Umberto había aparecido por allí, triste y cabizbajo desde que Marcela lo había plantado en mitad de una rave, a gritos, acusándolo de impotente. Una bruja esa Marcela. Y Vero y Vane lo habían acogido en el seno de sus trenzas siamesas, como se acuna a un niño. Habían hablado de la fascinación del pelo, su cadencia sobre la piel mientras se folla, el aleteo en los hombros, en la espalda, ese caer como pequeños azotes sobre los glúteos… y se habían calentado. Los tres, Vane y Vero, Vero y Vane, y él.

Entonces se le ocurrió. Ellas aceptaron. Por pena, quizá, o por confirmar si era impotente, como dijo aquella cabrona de Marcela.

Umberto se quitó el pantalón y el slip, quédate con la camiseta puesta, dijeron las siamesas entre risas. Y sin manos, no hagas trampas.  Se tumbó sobre la alfombra, ellas se levantaron al unísono, Vane y Vero, Vero y Vane,  cogieron su polla, que comenzaba a levantarse entre la trenza siamesa, rubia-pelirroja. La trenza siamesa se estrechó, le constriñó, subiendo y bajando, enredada, encrespada,  dejándose llevar por ese ritmo de olas que a veces rozaba la punta de su glande, para retirarse y bajar hasta la base. Umberto había dejado de pensar, había sucumbido a olas siamesas, a los gemidos sordos que escuchaba arriba, o al lado, o abajo, no sabía.

Se corrió con un alarido, reventando el silencio de la habitación.


Vane y Vero, Vero y Vane, se incorporaron para comerse mutuamente la boca, para lamerse enteras, para derramarse, ellas también, sobre la cara alucinada de Umberto.

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